Skye
Edmonton, 4 de febrero de 1993
09:20 P.M.
El olor de aquel pub era extraño. Una mezcla de alcoholes y perfumes dulzones me sacudió las fosas nasales con fuerza. Me llevé un dedo a la nariz y me rasqué la punta mientras miraba al resto de mesas, rodeadas por inmensos sofás oscuros y mullidos. Nuestro rincón tenía dos sofás amplios y un único sillón lleno de cojines al otro lado de la mesa baja de cristal con neones rosados ocultos en las esquinas.
La música y la escasez de luces me arrancaron un bostezo que disimulé como pude con ayuda de mi puño. No tenía mucha confianza con los amigos de Emilia, pero no me caían mal. Chris era con el que más había conectado esa noche. Era dicharachero y risueño, y su ternura a la hora de hablar de casi todo me dio mucha calidez. Como los otros amigos de Emilia eran algo más alocados y descarados, me sorprendió encontrarme a alguien como él entre ellos.
Aunque quizá el chico solo estaba fingiendo. Quizá solo me estaba mostrando su mejor versión.
Chris se levantó y se dirigió hacia la barra.
Tenía el cabello castaño revuelto, lo que le daba un aspecto un poco descuidado, pero su cazadora vaquera, su camiseta amarilla y sus pantalones también vaqueros no tenían ninguna arruga a la vista. Dio un salto sobre unos cojines que había en el suelo para no tener que rodearlos y se apoyó en la barra del fondo.
Sentí un codazo amistoso en el costado.
—¿Qué tal? —preguntó Emilia con una sonrisa—. Te veo cómoda con él.
Miré hacia Chris, que en ese momento había desviado sus ojos hacia mí. Pero apartó rápido la mirada cuando vio que lo estábamos observando.
—Es mono —confesé y Emilia ensanchó la sonrisa—. No va a ocurrir, Emilia, así que hazte a la idea. No creo que me vaya a gustar nadie jamás.
Todo rastro de diversión se desvaneció de su rostro.
—Eso ya lo veremos.
Sacudí la cabeza mientras Emilia se giraba de nuevo hacia el resto de sus amigos. Lo cierto era que no me sentía del todo cómoda allí por la falta de confianza, pero no le mencioné nada a Emilia para que no se sintiera mal.
Lo intentaba. Juro por Dios que lo intentaba. Pero me costaba tanto abrirme a los demás…
Chris regresó con unas cuantas bebidas entre manos y las dejó sobre la mesa con gracia, como si estuviera acostumbrado a servir. Puso entonces un vaso rosado en frente de mí.
Sentí una oleada de inquietud en el estómago y lo miré algo asustada.
—Tranquila, yo te invito —dijo con la sonrisa más deslumbrante de todo el pub.
Torcí el gesto en una mueca afligida sin poder remediarlo a tiempo. Él se fijó y, por la expresión de sus ojos, estaba segura de que había malinterpretado mi reacción. El gesto fue amable. El problema estaba en que yo jamás bebía alcohol. La adicción de mi padre me había enseñado una valiosa lección y solo de pensar en probar una sola gota de alcohol me ponía a temblar. Recordaba los desvaríos de mi padre, las alucinaciones en las que aseguraba ver a mi madre y las veces que Bill lo había llevado a rastras hasta el hospital.
No podía aceptar su copa.
—Lo siento, Skye —me dijo con pesadumbre—. Tendría que haberte preguntado si querías algo o no.
Alcé el rostro y sacudí la cabeza.
—No, no, tranquilo. Te agradezco mucho el gesto. Es solo que no bebo alcohol.
Abrió los ojos y se rascó la frente con los dedos. Entonces intercambió mi bebida con la suya.
—La mía no tiene alcohol —explicó—. Es solo zumo de piña con mango. Dime que no eres alérgica, por favor.
Me reí con ganas. Noté cómo Emilia nos miraba con interés.
—Me encanta, en realidad —dije mientras intentaba ahogar otra sonrisa—. Pero ¿estás seguro de que no lo prefieres?
Sacudió la mano al tiempo que alzaba una ceja.
—Todo tuyo.
No me hacía demasiada gracia aceptar su bebida porque, aunque parecía un gesto inocente, no estaba del todo segura de cuáles eran sus intenciones. Pero no pude evitar que los costados de mis labios se elevaran. El muchacho me causaba cierta gracia.
Aun así, aplasté cualquier atisbo de aleteo de mariposas en mi estómago.
·
Me había tomado un momento para descansar en el baño. No tuve que hacer cola, así que entré, cerré el pestillo y me empapé las mejillas con el agua helada del grifo. Tuve cuidado de no rozarme los ojos para no estropear el maquillaje, aunque el rímel ya se me había corrido un poco de todo el día. Me pasé los dedos en un intento por arreglarlo y solté un suspiro cuando conseguí quitarme gran parte de los restos de color negro.
Contemplé el espejo lleno de firmas con rotulador permanente y no pude evitar preguntarme cuántas de aquellas amistades se habrían perdido con el paso del tiempo. El recuerdo de mis amigos de la infancia me invadió sin previo aviso y la punzada en el pecho fue mayor que cualquier otra noche.
No conservaba ninguna amistad de mi niñez, solo relaciones cordiales. Emilia había sido la única que había permanecido a mi lado en las buenas y en las malas desde el instituto, aunque gracias a su testarudez e insistencia. No se rendía conmigo, por mucho que la hubiera apartado en mil ocasiones. Su paciencia había sido tan encomiable que un buen día me di cuenta de que Emilia había logrado atravesar la muralla que siempre creí inquebrantable. La volví a alzar, asustada, pero con ella en su interior. Le estaba muy agradecida de no haberse rendido, aunque me doliera recordar las veces que la había dejado tirada o la había ignorado. Me consideraba a mí misma una persona muy afortunada por tenerla como amiga.
Desde la muerte de mamá, nada había sido igual. Solo esperaba que Emilia jamás se fuera de mi lado.
Cerré el grifo cuando me percaté de que el agua había estado corriendo todo ese tiempo. Me sequé las manos en el aire y salí del baño sin volver a mirar las firmas del espejo.
Atravesé un pasillo estrecho hasta que vi de lejos a todos repantingados en nuestros asientos. Reían despreocupados y hablaban de anécdotas del máster de empresa que Emilia tanto se esforzaba en aprobar. Entonces reculé y me oculté en un rincón cercano a los baños donde el ruido de la música y del barullo no eran tan intensos. Solo necesitaba unos minutos más, solo eso. Y así podría regresar con ellos y actuar con normalidad.
Las palabras de Bill regresaron a mi mente como si fueran una tormenta repentina: «Cuando menos lo esperes, será tarde para elegir nada y te verás atrapada en un sitio como Rocket Park durante toda tu vida».
Volví a asomarme por el pasillo para observar a Emilia y a sus amigos. ¿Yo buscaba lo mismo que ellos? ¿Yo también quería aspirar a más? ¿O era la insistencia de Bill la que me confundía? Hacía un par de meses que había empezado a creer que tal vez, y solo tal vez, quisiera algo más para mí misma. Pero, al mismo tiempo, no quería ese más. Estaba desorientada y no sabía lo que sentía en realidad. La presión por decidir era cada día más insoportable.
Me gustaba Rocket Park.
Una voz jovial, que me recordó al burbujeante champán, me obligó a alzar el mentón.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Chris con una sonrisa curiosa.
Se apoyó en la pared que había a un metro en frente de mí y esperó con paciencia.
—Me duele un poco la cabeza —dije con sinceridad. Las punzadas en la sien se habían vuelto difíciles de soportar—. Creo que me iré a casa.
—¿Tienes cómo volver?
Había planeado preguntar al camarero de la barra si tenían teléfono para pedir un taxi. El brillo en la mirada almendrada de Chris me decía que esperaba una negativa para así poder aprovechar la ocasión.
Y… no estaba dispuesta.
—Sí, he pedido un taxi —mentí.
—Podría haberte acercado yo con mi coche. Si quieres, puedes cancelarlo y te llevo. Tengo un gusto musical exquisito, así que solo te pondré los mejores CD: Supertramp, Oasis, Radiohead y hasta Boney M. Uf, Boney M. eran una pasada.
Traté de ahogar una risa sin éxito. Me lo vendía demasiado bien como para rechazar su oferta, pero no iba a subir al coche de un desconocido por genial que me hubiera caído.
—Creo que hoy cogeré el taxi.
—¿Eso significa que tal vez otro día aceptes?
Arrugué los labios para contener una sonrisa, pero, al final, perdí la batalla contra sus encantos.
—¿Quién sabe? —dije con un poco de burla.
Después de dedicarle una mirada de ojos astutos, me dirigí a la barra para hablar con el barista y preguntar por un teléfono. Por suerte, me indicó donde se encontraba y pude pedir un taxi que pasaría a recogerme en poco más de cinco minutos.
Me aproximé a la mesa donde estaban el resto y le hice un gesto a Emilia, que se separó de los demás para hablar de forma más íntima conmigo. Cuando la avisé de que me marchaba, esbozó el típico mohín que siempre hacía cuando quería convencer a alguien de cosas imposibles. Su expresión me hizo reír, pero estaba cansada y me dolía la cabeza. Necesitaba echarme sobre la cama y dormir hasta reventar, así que tuve que aguantar el tipo mientras ella intentaba convencerme de todas las maneras posibles.
Emilia al fin se rindió. Se levantó del sofá para darme un abrazo que casi nos tira al suelo y me estampó un beso sonoro justo al lado de mi oído. La fulminé con la mirada mientras me alejaba a la salida tras haberme despedido del resto. Chris aún no había vuelto a la mesa, pero el taxi debía estar esperando en la entrada.
Al salir a la calle, el golpe de frío no fue tan insoportable como habría esperado después del calor del interior del pub. Además, aquella noche no parecía que fuera a ser de las más frías del invierno.
El taxi aún no había llegado, así que me senté en el bordillo de la acera a esperarlo con cierta impaciencia. Quería llegar a casa, tomarme un analgésico y calentarme debajo de las mantas de mi cama.
Una sombra se cernió sobre mí por la espalda. Giré el cuerpo para encontrarme con Chris, que se frotaba las manos sin guantes mientras lanzaba su aliento en ellas. Se sentó a mi lado sin esperar permiso y se recolocó la bufanda para que le tapase media cara.
—No habías pedido un taxi cuando iba a ofrecerte ir conmigo en coche, ¿verdad? —Alzó una ceja.
Lo miré de soslayo con las mejillas algo encendidas por la vergüenza.
—Lo siento, Skye —rio—. No iba a dejar pasar la oportunidad de decírtelo para ver tu reacción. Me gusta incomodar. Un poco.
Su sonrisa se amplió.
Me había equivocado antes al afirmar que Chris no parecía ser tan sinvergüenza como el resto. Sin embargo, no me sentí atrapada en una situación demasiado incómoda y no sabía si era por su actitud despreocupada o por otra cosa.
—Me enseñaron que no debo fiarme de desconocidos. —Giré el cuerpo para mirarlo con media sonrisa ladina.
—Y bien que hicieron.
El silencio nos envolvió. Me sentí algo cohibida, pero no tanto como habría imaginado.
Los haces de luz de los faros de un coche que se dirigía hacia nosotros me hicieron ponerme en pie; tal vez se tratara del taxi. Chris hizo lo propio con las manos en los bolsillos, bien resguardadas del frío.
—Oye… —dijo y el tono en su voz casi me hizo recular—. ¿Haces algo este fin de semana?
Una punzada me atravesó el estómago. Abrí la boca para contestar de forma automática, pero me obligué a permanecer callada un momento. Esperé a que me diera más información porque ¿me estaba pidiendo una cita? ¿O solo le apetecía salir como amigos?
—Van a estrenar en el cine The Vanishing. —Se pasó una mano por la nuca—. Va de un tío que busca al secuestrador de su novia. No suena del todo mal. —Soltó una risa que llenó el espacio entre ambos—. ¿Te apetece ir conmigo?
Sonaba a cita o, al menos, a algo muy parecido. El corazón se me aceleró y no por la ilusión de que alguien me estuviera pidiendo algo como eso, sino por la inquietud que eso me causaba. Chris parecía buen tipo; divertido, un poco descarado y de aspecto nada desagradable. En otras circunstancias, quizá hubiera aceptado su propuesta.
El coche de antes se detuvo en frente de nosotros y el conductor me hizo un gesto para preguntarme si era yo quien había llamado. Asentí en su dirección con una sonrisa rara y me volví hacia Chris de nuevo.
Tenía que darle una respuesta.
—No me lo digas —dijo con media sonrisa socarrona—. Ya habías hecho planes el fin de semana.
Sonreí.
—Sí, ya he hecho planes.
—Mentirosa. —Su sonrisa se ensanchó—. Ten cuidado de camino a casa.
Alcé la mano para despedirme y él atravesó la puerta hacia el interior del pub.
·
Le indiqué al conductor que me dejase en la esquina de mi calle en lugar de que me acercara a la puerta. Mi casa estaba a solo unos cuantos metros y para él sería más fácil seguir la carretera desde ahí que entrar en la calle, que no tenía salida.
Le entregué unos cuantos dólares canadienses y salí al exterior. El taxi se alejó con rapidez por la carretera y aproveché el momento de soledad para inspirar aire despacio. Exhalé todo el oxígeno con una especie de quejido y emprendí la andanza hacia casa.
A esa hora, era improbable que pasara ningún coche por allí, así que no me preocupaba caminar por el asfalto. Era agradable poder hacerlo sin miedo a que apareciera un coche de pronto.
Cuando la fachada de mi casa apareció en mi visión, tensé un poco los hombros. Bill hacía tiempo que no vivía con nosotros y no sabía cómo me iba a encontrar a papá. Normalmente, yacía en el sofá en frente de la televisión, dormido y con una cerveza bien sujeta entre los dedos de su mano. Pero, a veces, estaba tan ebrio que deliraba, sufría alucinaciones y se desmayaba en cada esquina en la que apoyaba el cuerpo. Esos días eran los peores, en especial si nos pillaba sin la ayuda de la luz del sol.
Recé una plegaría silenciosa por que hoy fuera un día normal.
Di unos cuantos pasos hacia la puerta, pero me detuve en seco. Unos gritos inmensos atravesaron las paredes de la casa como si estuvieran hechas de papel y llenaron el aire de maldiciones y reproches coléricos.